(XXIV) Poco tiempo después, según refiere Orosio, los hunnos, la más feroz de las naciones bárbaras, se levantaron contra los godos. Consultando la antigüedad, se descubre lo siguiente acerca de su origen: Filimer, hijo de Gandarico el Grande, y rey de los godos, el quinto de los que les gobernaron desde su salida de la isla Scanzia, habiendo entrado por tierras de la Scitia al frente de su nación, como ya hemos dicho, encontró entre sus pueblos a ciertas hechiceras que en el lenguaje de sus padres llamó aliorumnas. La desconfianza que le inspiraban hizo que las arrojase de entre los suyos; y habiéndolas perseguido lejos de su ejército, las rechazó a un terreno solitario. Habiéndolas visto los espíritus inmundos que vagaban por el desierto, se unieron con ellas, mezclándose en sus caricias, y dieron origen a esta raza, la más agreste de todas. Permaneció al principio entre los pantanos, encogida, negra, enfermiza, perteneciendo apenas a la especie humana, y pareciéndose muy poco su lenguaje al de los hombres... Así, pues, aquellos mismos que hubiesen podido resistir a sus armas, no podían resistir la vista de sus espantosos rostros y huían a su presencia, dominados por mortal espanto. En efecto; su tez tiene horrible negrura; su rostro es más bien, si se puede hablar así, masa informe de carne que faz, y sus ojos parecen agujeros. Su firmeza y valor se revelan en su terrible mirada. Ejercen la crueldad hasta con sus hijos desde el día en que nacen, porque empleando el hierro, surcan la mejilla a los varones para que antes de mamar la leche se acostumbren a soportar las heridas. Por esta razón envejecen sin barba después de una adolescencia sin belleza, porque las cicatrices que deja el hierro en sus rostros extinguen el pelo en la edad en que tan bien sienta. Son pequeños, pero esbeltos; ágiles en sus movimientos y muy diestros para montar a caballo; anchos de hombros; armados siempre con el arco y prontos para lanzar la flecha; firme la apostura y la cabeza alta, siempre con orgullo; bajo la figura del hombre viven con la crueldad de las fieras (1).
(XXXIV) ...Atila, jefe supremo de todos los hunnos y el primero, desde que existe el mundo, cuya dominación haya abarcado casi toda la Scitia. Por esta razón su resplandeciente gloria asombraba a todos los pueblos. He aquí, entre otras cosas que le conciernen, lo que refiere Prisco, enviado en legación cerca de él por Teodosio el Joven. Después de cruzar grandes ríos, el Tisias y el Drica, llegamos al paraje donde en otro tiempo, Vidicula, el más grande de los godos, pereció por las emboscadas de los sármatas; y cerca de allí encontramos una aldea donde residía el rey Atila. Digo una aldea, pero semejante a una ciudad muy grande. Vimos allí un palacio de madera inmenso, construido con tablas pulidas y brillantes, cuyas uniones estaban tan bien disimuladas, que apenas podían descubrirse con mucha atención. Existían allí espaciosas salas para festines, pórticos de elegante arquitectura; y el patio del palacio, rodeado de alta empalizada, era tan grande, que su extensión sola bastaba para dar a conocer una mansión regia. Tal era el palacio de aquel Atila que mantenía bajo su dominación toda la barbarie, siendo dicha morada la que prefería a las ciudades conquistadas (2).
(XXXV) El padre de Atila fue Mundzuco, y se cree que los hermanos de éste, Octar y Roas, reinaron antes sobre los hunnos, pero no sobre toda la nación. A su muerte compartió Atila el trono con su hermano Bleta, y para procurarse fuerzas que pudiesen secundar sus proyectos, fue fratricida y comenzó con la muerte de los suyos su lucha con el mundo entero. Crecieron sus culpables recursos a despecho de la justicia, y su barbarie consiguió un éxito que causa horror. Después de hacer perecer a su hermano Bleta, que reinaba sobre gran parte de los hunnos, redujo este pueblo entero a su poder; y habiendo recorrido gran número de otras naciones que le obedecían, aspiraba a la conquista de los dos primeros pueblos del universo, el romano y el visigodo. Dicen que su ejército se elevaba a quinientos mil hombres. Aquel hombre había venido al mundo para conmover a su nación y hacer temblar la tierra. Por no sé qué fatalidad, formidables ruidos le precedían, sembrando por todas partes el espanto. Era soberbio en su marcha, paseando las miradas en derredor y revelando el orgullo de su poder hasta en los movimientos del cuerpo. Gustábanle de las batallas, pero reprimíase en la acción; era excelente en el consejo (consilio), dejándose conmover por las súplicas y siendo bueno cuando una vez había concedido su protección (in fide susceptis). Bajo de estatura, tenía ancho el pecho y gruesa la cabeza, sus ojos minúsculos, escasa la barba, su cabellera erizada, su nariz muy corta, la tez oscura revelando el signo de sus orígenes. Aunque naturalmente era muy grande su confianza propia, aumentó con el descubrimiento de la espada de Marte, aquella espada que habían venerado siempre los reyes de los scitas. He aquí, según refiere Prisco, cómo se hizo el descubrimiento: "Un pastor, viendo cojear una becerra de su rebaño, y no pudiendo imaginar quién la había herido, siguió atentamente el rastro de sangre, llegando a la espada sobre la que había puesto el casco la becerra sin verla al pastar, y sacándola de la tierra la llevó a Atila. Orgulloso éste con el regalo, pensó en su magnanimidad que estaba llamado a ser el rey del mundo, y que la espada de Marte le daba la victoria en las guerras" (3).
(1) Jordanes, Historia de los Godos, en: Ammiano Marcelino, Historia del Imperio Romano, Trad. de N. Castilla, Librería de la Viuda de Hernando y Cía, 1896, Madrid, vol. 2, pp. 342-344.
(2) Jordanes, Historia de los Godos, en: Ammiano Marcelino, Historia del Imperio Romano, Trad. de N. Castilla, Librería de la Viuda de Hernando y Cía, 1896, Madrid, vol. 2, pp. 362 y s.
(3) Jordanes, Historia de los Godos, en: Ammiano Marcelino, Historia del Imperio Romano, Trad. de N. Castilla, Librería de la Viuda de Hernando y Cía, 1896, Madrid, vol. 2, pp. 363 y s. Texto latino en: Calmette, J., Textes et Documents d'Histoire, II, Moyen Age, P.U.F., 1953, Paris, p. 22 y s. Trad. del francés por José Marín R.